Que
cosa tan fantástica esta de los clubs de lectura.
El
otro día asistí a una tertulia literaria. Sí, ya sé que suena
algo rimbombante, sobre todo para quien no haya asistido a ninguna,
pero en realidad no lo es tanto. Se trataba de una reunión para
hablar de libros, de literatura, y de la obra de un autor que me
gusta y a quien tengo en gran estima (lógicamente, por eso asistí
al evento). Pero desde el primer momento algo se percibía en el
ambiente que no vaticinaba nada bueno.
En primer lugar la puntualidad. Pasaban veinte minutos de la hora prevista cuando dio comienzo el acto. Y era fácil adivinar el por qué. Apenas una decena de personas componían (componíamos) la reunión, tres de los cuales asistíamos convocados directamente por el autor. Un exitazo, vamos. La mala fecha, la hora y hasta “el frío que hace” fueron las excusas que al parecer esgrimieron algunos supuestos miembros del club para no acudir a un acto programado, recordemos, por ellos mismos.
Pero
al fin comenzamos. La presentación corría a cargo de… pues no
sabría decir de quien. Un señor que no se presentó a sí mismo,
supongo que porque la mayoría de asistentes ya lo conocían,
comienza a presentar (ahora sí) al autor del libro.
Y
aquí viene la segunda sorpresa de la tarde (¿o vamos ya por la
tercera?) Porque entonces descubro que allí se iba a hablar de un
libro. Pero no del último que el autor acaba de publicar, sino de
uno anterior publicado en septiembre de ¡2015!
Que
si. Que vale. Que está bien. Pero no están demasiado actualizados
estos señores lectores porque, como se supo después, ni siquiera
conocían la existencia del más actual.
Continuemos.
Íbamos por la presentación del presentador no presentado. Por las
palabras de tal señor cualquiera de los presentes que no conociera
aunque fuera mínimamente al autor podría pensar que allí se estaba
hablando de un debutante. De un recién llegado al mundo literario.
De alguien que acaba de publicar su primera novela. Por la forma de
hablar, por lo que decía y por cómo lo decía. En un tono tan
coloquial, tan de compadreo, tan de “ánimo chaval. Te falta
mucho pero vas por buen camino” que en ocasiones hacía sentir
incomodidad a (al menos alguno de) los presentes.
Terminada
la breve introducción, que más lo pareció por desconocimiento de
la vida y obra del autor que por ganas de comenzar el coloquio, tomó
la palabra la que a partir de aquel momento sería la verdadera
protagonista de la velada. Me refiero a una señora que sentada en
primera fila -en realidad todos estábamos en la primera o en la
segunda fila, no había más- comenzó a soltar su perorata. Primero
hablando de “su” experiencia profesional con (que no en) el mundo
del periodismo, y después repartiendo estopa a diestro y siniestro
entre lo más granado del universo literario actual (aunque parezca
difícil, en solo unos minutos fue capaz de menospreciar a autores
como Mendoza, Juanjo Millás, Ferran Torrent, Santiago Posteguillo,
Juan Marsé… Menos mal que cuando se habló, brevemente, de Chirbes
y Blasco Ibáñez tuvo la gentileza de no hacer comentario alguno,
porque ahí si que no me hubiera podido resistir). Y se quedó tan
ancha la señora.
Continuaban
las disertaciones de la buena señora, encantada de haberse conocido,
tan solo interrumpidas por algunas breves intervenciones que al autor
invitado (invitado por ellos, recordemos) le dejaba hacer, y por un
par de solicitudes de otro “tertuliano” para pedir la aclaración
de algún “palabro” con los que la señora adornaba sus
brillantes monólogos. Que se había perdido, decía el pobre. Él y
todos los demás, pensaba yo.
En
los momentos en que el tono decaía y la buena señora nos regalaba
unos instantes de tranquilidad literaria, dejando por un momento
descansar a su propio ego, otro de sus colegas era requerido para
intervenir por el supuesto presentador, a lo que contestaba que por
el momento no tenía nada que decir. Tal vez más adelante. Y el
resto de la concurrencia -tres personas ajenas al club lector- con
cara de circunstancias. El autor que parecía no saber si empezar a
rebatir, una por una, la sarta de tonterías que allí se estaban
escuchando o dejar pasar el temporal hasta dar por finalizado el
compromiso.
Una.
Tan solo una persona (siempre desde mi punto de vista, claro está)
ponía de vez en cuando la nota de cordura en la reunión, con
intervenciones bastante acertadas, comentarios normales que podríamos
suscribir cualquiera de nosotros. Menos mal: no estaba todo perdido.
Del
resto mejor ni hablar. Porque cuando todo lo que se puede decir de un
libro es que algunas partes son demasiado largas, cuando se discuten
cifras que el autor utiliza y que son datos reales de organismos
oficiales, públicos y privados, cuando se critica el nombre de un
personaje por ser demasiado cinematográfico… en ese instante se
hace más que evidente el nivel de quien realiza tales afirmaciones.
Y
así transcurrió la tarde. Entre las peroratas de una, algunos
comentarios fuera de lugar de otro y el silencio de casi todos los
demás. (Y no estoy seguro, pero diría que alguna cabezadita si dio
el “tertuliano perdido”, el que antes pedía las aclaraciones).
Sin
duda lo mejor de la tarde fue la agradable conversación mantenida
por cuatro personas ya de noche, de pie y en la calle, a las puertas
de la librería. Solo por eso ya valió la pena.
Pero
que no me esperen más en tertulias literarias. Al menos en las de
este estilo, con ese nivelazo y organizadas por el club de lectura de
la librería de cuyo nombre no quiero acordarme.
Nota:
pese a estar seguro de que ninguno de los protagonistas de la
historia llegará nunca a leer estas líneas (bueno, en realidad espero que dos
de ellos si lo hagan), se han obviado, conscientemente, los nombres
tanto del autor -que no tiene ninguna culpa- como de la librería
organizadora del acto. No merece la pena. De nada.