viernes, 6 de septiembre de 2013

Septiembre

Pasado el periodo veraniego, y tras un intenso mes de vacaciones, coche, montaña, naturaleza, calor, alguna que otra tormenta (y de desconexión de casi todo y de casi todos), aquí estamos de nuevo.

Ahora toca volver a la realidad cotidiana: madrugones, trabajo, comer a horas intempestivas, reuniones, jefes... Como diría algún optimista ¡¡ánimo!!, que ya falta menos para las vacaciones del año que viene.

Para lo que sí que queda menos (apenas unas horas) es para que se produzca la designación de la ciudad que albergará los Juegos Olímpicos del año 2020. Parece ser que mañana sobre las diez de la noche será el gran momento.

La expectación será enorme. En todo el mundo se pararán los relojes. El planeta entero estará pendiente del televisor.




En algún sitio he leído que en nuestro país el apoyo ciudadano a la candidatura ronda el 80 por cien. Parece mentira pero de ser ciertas las cifras, en un país en la situación en la que se encuentra en estos momentos, con el paro por las nubes, la destrucción de empleo continua (en el mes de agosto algunos se felicitaban porque la cifra de parados bajó en ¡31 personas!), la sanidad bajo mínimos, la educación peor que nunca, los servicios sociales prácticamente inexistentes, los banqueros forrándose como siempre, los "trincones" a lo suyo, y unos cuantos políticos a puntito de sentarse en el banquillo (y no en el de los suplentes, sino en el de los acusados), con todo esto y algunas cosas más ¿nos quieren hacer creer que más de treinta millones de españoles están a favor de la candidatura olímpica?

Pues a mi me parece que o bien esas cifras son pura propaganda (y más falsas que un billete de 30 euros) o, definitivamente, somos un país de pandereta.

Así que,  lo dicho. Mañana todos delante de los televisores. Con los dedos cruzados y haciendo toda la fuerza posible para conseguir que las olimpiadas del año 20 se celebren... en Tokio. 

O en Estambul. 

O donde quiera que puedan permitírselas.

martes, 23 de julio de 2013

Los cuatro amigos

Hacía años que se reunían cada tarde. Tomaban café y charlaban mientras jugaban interminables partidas de dominó.

Cuando Joaquín los veía entrar empezaba a preparar las bebidas: uno solo con sacarina, un descafeniado de máquina, una manzanilla y la botellita de agua para don José. Mientras tomaban asiento y sacaban las fichas de la caja ya tenían las bebidas en la mesa, además de papel y bolígrafo para empezar la partida.

Jugaban, reína, discutían por alguna mala jugada. Recordaban tiempos pasados y arreglaban el mundo dos o tres veces cada tade.

Un día aquellos amigos decidieron cambiar de juego. Dejaron en la estanterías las fichas del dominó y cogieron una baraja. Ya no se escuchaba el sonido de las fichas al golpear el mármol de la mesa, porque el tapete verde amortiguaba cualquier sonido. Ya nadie echaba en falta el sobre de sacarina, aunque sí a quien hasta entonces diariamente lo reclamaba.

Pasaron los días, pasaron las semanas, y en la mesa del fondo dejó de tomarse café. El ajedrez se convirtió en su nuevo entretenimiento. Tan solo la manzanilla, la botella de agua y el silencio rodeaban el tablero.

Pero unas semanas más tarde la baraja regresó a aquella mesa. Don José dejaba caer las cartas sin apenas mirarlas, sin el menor interés. Una a una las iba amontonando, mientras se le humedecían los ojos y le ahogaban los recuerdos.

Poco tiempo después, una tarde, nadie ocupó aquella mesa. La baraja quedó en medio del tapete, la botella de agua en una de sus esquinas y las cuatro sillas frías, solitarias y abandonadas.

En algún lugar, en cualquier momento, los cuatro amigos se habían vuelto a reunir. Defintivamente. Para siempre. Mientras Joaquín, secándose una lágrima, miraba de reojo hacia la entrada de la asociación de jubilados.

jueves, 4 de julio de 2013

Amanecer

Deambula a oscuras por la casa, intentando hacer el menor ruido posible. Todavía no ha amanecido y el silencio domina el ambiente. El resto de la familia continúa durmiendo, apurando sus últimos minutos de descanso.

Un sonido se escucha en la lejanía. Suave, mínimo, casi imperceptible al principio, pero que poco a poco va aumentando en intensidad hasta hacerse reconocible y familiar, convirtiéndose después en algo estridente y molesto.

La sirena de una ambulancia rompe el silencio de una ciudad dormida, ausente, casi desierta. Alguien empezó el día muy temprano, y no demasiado bien; o tal vez una nueva vida está a punto de comenzar.

En cualquier caso no habrá gran diferencia. Un suspiro, un bostezo; un nombre, un número. Una anotación en un registro. En el debe de los que fueron y ya no son. O en el haber de los que son y, antes o después, dejarán de ser.




viernes, 14 de junio de 2013

Servicio público

Como cualquier usuario habitual del transporte público sabe, sobre todo si lo utiliza a horas tan intempestivas como quienes lo hacemos para ir a trabajar, esos viajes mañaneros suelen consistir en trayectos más o menos cortos y casi siempre monótonos y aburridos.
 
Cada día las mismas caras, ocupando casi siempre los mismos asientos. Currantes camino de su labor diaria, algún estudiante madrugador y personas citadas a primera hora para alguna consulta o prueba médica suelen conformar el pasaje.
 
Pero ese decorado se transforma completamente cuando se trata de trayectos a otras horas del día. Como me ocurrió la otra tarde cuando por motivos que no vienen al caso me vi obligado a utilizar una línea de autobús distinta a la habitual y en horario diferente.
 
Era primera hora de la tarde, y el autobús no iba demasiado lleno. Quedaban un par de asientos libres aunque dos o tres personas preferían viajar de pie.
 
En la siguiente parada subió un señor mayor (andar renqueante, sombrero de paja y altísimo tono de voz), un abuelete que se sentó junto a otro que parecía más o menos de su misma edad, y del que pronto pudimos descubrir que era de los que les gusta hablar.
 
Gracias a la más que evidente sordera que le hacía elevar la voz bastantes decibelios por encima del límite legal, pudo el autobús en pleno ponerse rápidamente al corriente de su vida y milagros: que iba a casa de su hija a quedarse con los críos; que tenía 77 años (de la "quinta del 35", como el mismo aclaró); que "había servido tres años en el África" porque al ser los primeros en hacer allí el servicio militar parecía que nadie se acordaba de ellos para ir a relevarles; que si le había quedado una pensión "regular" (y la suya, ¿qué tal?); que si esto de la crisis; que cómo anda usted de la próstata...
 
Cada uno de los temas que iba tratando se convertía después en una pregunta a su vecino de asiento, quien a su vez declaró tener ya cumplidos los 78 ("¡caramba, qué casualidad, los dos del 35!"), aunque lo hizo más discretamente y en un tono de voz infinitamente más bajo que el otro.
 
Mientras avanzaba el autobús también lo hacía su conversación, lo que provocaba que el resto del pasaje pasara de una ligera sonrisa al principio a alguna que otra carcajada, incluido un ataque de risa difícil de disimular que compartían las dos adolescentes sentadas justo detrás de la pareja protagonista.
 
Nuestro hombre llega a su destino, disponiéndose a abandonar al mismo tiempo el autobús y nuestra compañía. Y en ese momento su compañero de asiento, el otro señor mayor, el que había aguantado estoicamente la perorata con interrogatorio incluido del vejete parlanchín, sorprende al autobús entero con la siguiente afirmación:
 
-Caballero, sepa usted que es un excéntrico.
 
-¿Cómo dice?, preguntó a su vez el otro mientras bajaba.
 
-Nada, nada. Que su destino es muy céntrico.
 
Una carcajada general fue la respuesta colectiva. Algún que otro aplauso resonó desde el fondo. Incluso el conductor añadió un ¡vaya tela! como popular colofón a lo allí acontecido.
 
Subieron otros viajeros, y se cerraron las puertas. Las caras se fueron alargando. Los auriculares volvían a castigar los oídos de sus adolescentes propietarios. Y los mensajes entraban y salían recuperando el vertiginoso ritmo del wasapeo.
 
Y poco a poco, todo volvió a la normalidad. Una tarde corriente. Un viaje más.
 

 
 
 

lunes, 10 de junio de 2013

Malos tiempos para la ética

Libertad de expresión. Imaginemos que hubiera un presidente de las cortes inflexible a la hora de cumplir y hacer cumplir el reglamento, y que ordenara desalojar de la tribuna de invitados a una ciudadana por cometer el gravísimo delito de mencionar, en sede parlamentaria y con una voz tan menuda como su propio cuerpo, la palabra verguenza. Imaginemos que ese mismo personaje fuera incapaz de responder a una sola de las preguntas formuladas por un periodista a cerca de sus actuaciones con las víctimas de un accidente de metro.  Punto.

Libertad de opinión. Imaginemos ahora a un importante político provincial que manifestara públicamente que "no pude decir lo que piensa, porque si lo hiciera habría consecuencias". Y que tras soltar esta perla se quedara más ancho que largo (cosa, por otra parte, nada difícil).  Juego.

Libertad de decisión. Por último pensemos en un diputado imputado que contra viento y marea se aferra al sillón. Los suyos le piden 11 años de cárcel, total, por unos eurillos de nada. Él se niega a dimitir, para continuar en su escaño. Y quien puede echarlo no se atreve (¿por miedo a lo que sabrá, a lo que hará, a lo que dirá?)  Set.

Y mientras tanto el jefe de todos ellos, el del curso de liderazgo que a punto estuvimos de pagarle entre todos, mirando para otro lado. Ayer, en el tenis. En París.

Como bien dijo David Ferrer después de recoger su trofeo de finalista en Roland Garros "al final esto es solo un juego, y hay cosas mucho más importantes". ¡Grande Ferru! Aunque él se refería al tenis.  Partido.


viernes, 7 de junio de 2013

Primer comentario

Queda inaugurado el blog de Paco.

La entrada que estás leyendo también supone mi estreno en el mundo de la escritura en la red, por lo que te rogaría una dosis de paciencia y algo de comprensión en este primer momento.

Iré añadiendo aquí reflexiones, comentarios, algún que otro relato. Ideas que surgen y que irán quedando plasmadas en este blog en el que tod@s estais invitados a participar.

Hasta aquí la primera entrada. Corta. Concisa. Escueta. Tratándose de una prueba tampoco se trata de abusar de quien amablemente ha accedido a leerla.

Un saludo y hasta pronto.