El
silencio se adueñó del lugar. Ni el sonido de los pájaros, ni el ruido de la
lucha. Nada. Tan solo un insoportable zumbido metálico que, de algún modo,
aquellos seres habían logrado meterle en la cabeza y del que no se podía
desprender.
No
sabía lo que estaba pasando. Recordó que iba caminando para reunirse con sus
compañeros cuando repentinamente una fuerza invisible lo zarandeó y lo echó al
suelo. Y que instantes después una ráfaga de viento ardiente pasó sobre su
cabeza, arrasándolo todo y dejando tras de si un hedor insoportable.
Tardó
unos minutos en reaccionar. La extraña lluvia que acababa de padecer había
añadido alguna muesca más a la colección de su maltrecha espalda,
aunque no parecían tan graves como para impedirle continuar.
Inspiró
profundamente aquel aire denso que le quemaba por dentro y apoyándose en el
arma que sorprendentemente continuaba en su mano pudo girar sobre el costado
izquierdo, sintiendo una punzada de dolor que le recorrió todo el cuerpo. Y,
tambaleándose, consiguió incorporarse.
Lo
que vio a continuación le dejó paralizado. Una vez más, y ya iban unas cuantas
en las últimas horas, sintió que su vista le engañaba. No podía creer lo que
estaba viendo. La destrucción más absoluta se presentaba a su alrededor.
La
pequeña ensenada en la que echaban las redes a diario y el diminuto embarcadero
donde amarraban sus botes los días de tormenta habían desaparecido casi por
completo, convertidos en una negra planicie de tierra quemada y ceniza. En el
otro extremo, parte de la frondosa colina en la que se encontraba el único
camino por el que se podía acceder al poblado, tampoco existía; se había
derrumbado, desparramándose sobre la arena de la playa y sepultando en su caída
a muchos de sus amigos.
El
panorama era desolador. Hasta donde alcanzaba la vista el terreno le resultó
irreconocible. Ni un árbol, ni una roca, nada permanecía en su lugar. Solo se
distinguían algunos restos desperdigados, varios tocones de palmeras todavía
humeantes y multitud de pequeños incendios que consumían cuerpos inertes y
objetos irreconocibles.
Allí
de pie, con los ojos llorosos por el humo y por la rabia acumulada, con el
cuerpo magullado y el alma encogida, finalmente lo entendió, y fue plenamente
consciente de la dramática situación. El monstruo que escupía fuego había
hablado, y lo había hecho de la manera más mortífera posible.
Pudo
verlo allí, al final de la bahía. Negro como una noche sin luna; como la muerte
que provocaba. Era del tamaño de varios hombres robustos, y de su boca manaba
una espesa columna de humo que se elevaba más allá de las montañas.
Junto a él
varias decenas de enormes brillantes
ejecutaban lo que debía ser un baile ritual.
Y al fondo, una multitud de
terroríficos peludos disfrutando del
espectáculo y a la espera de recibir la orden definitiva.
No
era una invención de los exploradores. Les habían contado la verdad.
(…)