Tras los amplios ventanales en cuyos
cristales se reflejaba el frío de la mañana, contemplaba, aún a medio
despertar, los cercanos edificios de la ciudad todavía dormida. Apenas había
amanecido. La humedad del exterior, por contraste con la temperatura del recinto, perlaba la superficie del cristal de gotas heladas y transparentes, en el momento en que se
encendieron todas las luces. Comenzaba el movimiento; el día se desperezaba.
Llevaba ya varios años en la oficina y se podría
decir que se encontraba a gusto allí. Había visto pasar a un buen número de compañeros, ya que en aquel departamento el movimiento era continuo. Cierto es
que había algunos históricos que estaban en el despacho casi desde el primer
día, como si un poderoso imán les impidiera abandonar el lugar, pero la mayoría
de los compañeros no permanecía allí más que una breve temporada: llegaban,
hacían su trabajo y desaparecían, y en muchos casos no se volvía a saber nada
más de ellos. Pero su caso era distinto. Llevaba bastante tiempo allí, ya era
uno de los veteranos, y no tenía ningún motivo para pensar en un cambio de
trabajo.
Se había adaptado perfectamente a
aquel ambiente, a pesar de que las condiciones no eran las más idóneas al
encontrarse en un espacio reducido, casi apiñados entre aquellas cuatro paredes
que constituían todo su mundo. Tal vez por ello no era del todo inhabitual que
surgieran ciertos roces entre los compañeros, como consecuencia de la aglomeración en la que se encontraban. Incluso en alguna ocasión se había producido algún
pequeño enganchón -en el que llegaron a saltar chispas-, resuelto rápidamente por las
hábiles manos del encargado.
Aunque no todo era tensión. También
eran conocidos los casos de compañeros que poco a poco se habían ido acercando,
intimando su relación para finalmente acabar enrollándose. Y así continuaban,
juntos y ajenos a los maliciosos comentarios de los demás.
Poco a poco toda la maquinaria se
puso en funcionamiento. Comenzaron a sonar los teléfonos; se escuchaba el rítmico
golpeteo de manos tecleando en sus ordenadores mientras las impresoras escupían
los primeros papeles del día ahogando, con el sonido de sus rodillos, alguna susurrada
conversación. Todo parecía normal. Un día más, una fecha cualquiera que
arrancar en el calendario y del que no quedaría nada digno de destacar.
Pero de pronto algo cambió, rompiendo la monotonía habitual. Tuvo una extraña sensación, como si su trabajado cuerpo perdiera repentinamente la consistencia, como si por un instante la fuerza de la gravedad dejara de actuar en él.
Le dio la sensación de que el cielo
se le venía encima, y sintió un calor como no recordaba haber sentido nunca. Se
vio obligado a cerrar los ojos ante una luz cegadora que inundaba la estancia. Aquello
no era normal, se dijo. No sabía lo que le estaba pasando, pero no le gustaba nada. No
se encontraba bien. Estaba nervioso y asustado.
Entonces escuchó algo. Un leve
rumor, apenas perceptible, que en principio no supo de dónde venía pero que
poco a poco le llegaba con mayor nitidez. Aquel antiguo sindicalista, de la
rama del metal, ateo y descreído como pocos, se sorprendió a si mismo al
comprobar que lo que escuchaba era su propia voz... ¿rezando?
En aquel momento tuvo consciencia de
lo que sucedía, aunque no se lo podía creer. Unos dedos enormes lo atenazaban,
impidiéndole cualquier movimiento, y lo estaban alejando, no sabía si para
siempre, de los que hasta ese momento habían sido su familia.
El vuelo fue corto, de apenas unos
segundos, aunque en su pequeña escala le pareció que duraba una eternidad,
desplazándolo a bastante distancia de su lugar de origen.
Aterrizó suavemente, sin
estridencias. Se encontró posado sobre un montón de papeles -en el círculo
luminoso proyectado por un desvencijado flexo-, sujetándose a ellos para no perder el
equilibrio y poder así recobrar mínimamente el resuello y la estabilidad.
En ese preciso instante fue
consciente de su nueva situación. Su estatus había cambiado. Ahora él era el jefe; el que estaba al mando;
el encargado de mantener el orden entre los demás. Estaba sobre un expediente,
enganchado a varios folios. En una carpeta de firma a bordo de la cual
emprendería un nuevo viaje que le llevaría a otras mesas, a otros
departamentos, y tal vez incluso a otros edificios.
Se sintió alegre, feliz. Pleno de
satisfacción por haber cumplido su objetivo. Al fin y al cabo él no era más que un
clip, y lo habían fabricado para eso.