BIOGRAFÍA
Claudia Piñeiro (Burzaco, provincia de Buenos Aires, 10 de abril de 1960) es una periodista y escritora argentina.
Es también guionista, escritora de cuentos y autora de obras teatrales.
Entre sus novelas destacan "El secreto de las rubias" (1991) finalista del premio la Sonrisa Vertical, "Tuya" (2005) finalista del Premio Planeta Argentina 2003, "Las viudas de los jueves" (2005) Premio Clarín de Novela, "Elena lo sabe" (2006), "Las grietas de Jara" (2009) Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2010, "Betibú" (2011), "Una suerte pequeña" (2015) y "Las maldiciones" (2017).
Además obtuvo el premio Pepe Carvalho de novela negra 2018.
Con su último libro "Catedrales" ha obtenido el premio Dashiell Hammett de la Semana Negra de Gijón en 2021 y el Best Novel de Valencia Negra 2021.
SINOPSIS
Hace treinta años, en un terreno baldío de un barrio tranquilo de Buenos Aires, apareció descuartizado y quemado el cadáver de una adolescente.
La investigación se cerró sin culpables y su familia -de clase media, educada, formal y católica- silenciosamente se fue resquebrajando.
Pero, pasado ese largo tiempo, la verdad oculta saldrá a la luz gracias al persistente amor del padre de la víctima.
Esa verdad mostrará con crudeza lo que se esconde detrás de las apariencias; la crueldad a la que pueden llevar la obediencia y el fanatismo religioso; la complicidad de los temerosos e indiferentes, y también, la soledad y el desvalimiento de quienes se animan a seguir su propio camino, ignorando mandatos heredados.
COMENTARIO
Empecemos por el final. Por el final del libro, que no de la historia. Pero tranquilidad, que no voy a destripar nada del argumento.
En las últimas páginas y dentro del apartado de Agradecimientos la autora menciona, entre otros, a Carlos Zanón. Y me resulta curioso porque a mí el libro, tanto la historia que cuenta como la forma en que lo hace, me ha recordado a otro Carlos ilustre. En concreto a Carlos Bassas del Rey y su fantástica “Soledad”. Lectura que, por cierto, disfruté el verano pasado, más o menos por estas mismas fechas.
El dramatismo de los hechos y su crudeza, la preponderancia de los personajes femeninos, la muerte de una joven, o de una niña, como arranque de la historia y lo fantásticamente escritos que están ambos libros hacen que la memoria me lleve del uno al otro.
Desde el punto de vista formal, esta novela presenta una estructura bastante original. Nos encontramos ante una historia fragmentada, contada por aquellos que la vivieron y que la conocen bien y sin intervención de ningún narrador externo a la misma. Algunos hablan de primera mano, como actores principales; otros por suposiciones… Incluso hay quien no puede recordar y quien ni siquiera desearía hacerlo.
Podríamos decir que todos los personajes son “principales”. Excepto, curiosamente, el que constituye el eje central de la historia. Ana. Esa jovencita de 17 años que apareció muerta, descuartizada y parcialmente calcinada hace ya 30 años. Y de la que nunca se supo qué le pasó, ni quién le hizo lo que le hizo, ni por qué.
En esta novela coral los personajes van apareciendo progresivamente (cada capítulo lleva el nombre de uno de ellos) para contarnos, siempre en primera persona, su visión de los hechos. O la parte que saben de lo que pasó. O lo que creen saber. O lo que sospechan que pasó.
A modo de confesión (policial, no religiosa), o casi como un relato periodístico (en algo recuerda también al estilo de Svetlana Alexievich en sus “Voces de Chernóbil”), los personajes nos cuentan lo que saben. Lo que vieron. Lo que hicieron.
Que en algunos casos es muy poco; en otros bastante más de lo recomendable, e incluso hay quien afirma estar convencido de que ya nunca llegará a saber lo que ocurrió, y que ni tan solo desea imaginárselo.
Porque como dice uno de los personajes (quizá este sí, el único secundario de entre todos los del elenco) “Creemos que nuestro objetivo es saber la verdad, pero en realidad nos aferramos a nuestra verdad”.
Vamos conociendo la historia a través de lo que nos cuentan los personajes, y aunque podemos intuir hacia donde van las cosas, no es hasta el último capítulo (como mandan los cánones) cuando obtenemos la confirmación y conocemos de primera mano TODO lo que pasó.
Y es en ese punto donde la autora se luce de verdad, pariendo un personaje que es la pura encarnación del mal. Del tipo de maldad más peligroso que pueda existir.
Porque cuando alguien actúa siendo perfectamente consciente de sus actos, y tanto tiempo después es capaz de rememorarlos con esa frialdad y naturalidad…
“La idea nunca fue cortar su cuerpo; pero llovía, entonces no quedó otro remedio”.
“Ana, al matar a un inocente, estableció el precio que estaba dispuesta a pagar a cambio”.
No se entrevé en ella el más mínimo rastro de duda, ni de remordimiento, ni de compasión. Ni mucho menos de arrepentimiento.
Ni conciencia, ni hostias. Se hace lo que se tiene que hacer. Total luego uno se confiesa y tema resuelto.
Y es que la temática religiosa sobrevuela a lo largo de toda la obra, como ave de rapiña dispuesta a devorar a sus presas a la más mínima ocasión.
La más conservadora, retrógrada y repugnante de las visiones de la religión (con perdón de las redundancias).
Lo hace desde el mismo título del libro hasta la curiosa visión que de la fe, la religión y sus creencias tienen dos de los personajes principales de la historia, que no del libro.
La religión no ya como justificación, sino como salvoconducto.
Porque no es la religión la responsable (como tampoco lo es el alcohol, las drogas, los celos o cualquier otra cosa) sino quienes la retuercen y la exprimen con la finalidad de utilizarla como eximente ante cualquier salvajada que puedan cometer.
Pero no como justificación de unos hechos tan execrables. Es todavía peor: como infantil coartada tras haber cometido cualquier barbaridad. “Dios ya me ha perdonado. Nada me puede pasar”.
Así la más vil atrocidad queda no ya justificada, sino permitida e incluso alentada dentro de esa tenebrosa mentalidad. Puedo hacer lo que sea, por grave que sea. Luego me confieso, dios (por medio del cura cómplice de turno) me perdona, se establece la penitencia y tema solucionado.
Y la familia…
¿Qué podemos decir de todos y cada uno de los miembros de la saga Sardá?
Engaños, celos, traiciones. Desesperación y abandono.
Y algunas huidas que se convierten en felices reencuentros dentro de la amargura general.
En esta historia apenas encontramos descripciones de los personajes. Ni físicas, ni psicológicas, ni de ningún otro tipo. Ni falta que hacen.
Ni siquiera los conoceremos por las opiniones que generan en los demás. Más allá, eso sí, de las que nos vayamos formando nosotros mismos durante la lectura.
Los personajes se definen por lo que dicen y, sobre todo, por lo que hacen. O por lo que declaran que hicieron, por mejor decir.
La autora sigue a rajatabla aquel conocido axioma que afirma que para describir a un personaje no es preciso (ni siquiera recomendable) contarnos cómo es. Ni tampoco hacer que nos lo diga otro personaje. Basta con dejarle actuar, que nos cuente lo que hace (o hizo), el cómo y el por qué. Y así nos quedará perfectamente retratado.
Tampoco encontraremos en todo el libro apenas descripciones de lugares, ni de ambientes, ni de nada. Tan solo la palabra y los hechos. La inocencia y la maldad. El ser humano, con sus grandezas y sobre todo con sus miserias, en toda su magnitud.
Nada más. Ni nada menos.
Se trata, en fin, de una novela densa y dura. Triste pero espectacular.
Una lectura que nos hace contener el aliento y que perdura, en el estómago y en la cabeza, aún bastante tiempo después de finalizada.
Un pelotazo de los buenos.
Visitemos las “Catedrales” de la mano de Claudia Piñeiro. Otra autora más que añadir a la lista de imprescindibles.