viernes, 14 de junio de 2013

Servicio público

Como cualquier usuario habitual del transporte público sabe, sobre todo si lo utiliza a horas tan intempestivas como quienes lo hacemos para ir a trabajar, esos viajes mañaneros suelen consistir en trayectos más o menos cortos y casi siempre monótonos y aburridos.
 
Cada día las mismas caras, ocupando casi siempre los mismos asientos. Currantes camino de su labor diaria, algún estudiante madrugador y personas citadas a primera hora para alguna consulta o prueba médica suelen conformar el pasaje.
 
Pero ese decorado se transforma completamente cuando se trata de trayectos a otras horas del día. Como me ocurrió la otra tarde cuando por motivos que no vienen al caso me vi obligado a utilizar una línea de autobús distinta a la habitual y en horario diferente.
 
Era primera hora de la tarde, y el autobús no iba demasiado lleno. Quedaban un par de asientos libres aunque dos o tres personas preferían viajar de pie.
 
En la siguiente parada subió un señor mayor (andar renqueante, sombrero de paja y altísimo tono de voz), un abuelete que se sentó junto a otro que parecía más o menos de su misma edad, y del que pronto pudimos descubrir que era de los que les gusta hablar.
 
Gracias a la más que evidente sordera que le hacía elevar la voz bastantes decibelios por encima del límite legal, pudo el autobús en pleno ponerse rápidamente al corriente de su vida y milagros: que iba a casa de su hija a quedarse con los críos; que tenía 77 años (de la "quinta del 35", como el mismo aclaró); que "había servido tres años en el África" porque al ser los primeros en hacer allí el servicio militar parecía que nadie se acordaba de ellos para ir a relevarles; que si le había quedado una pensión "regular" (y la suya, ¿qué tal?); que si esto de la crisis; que cómo anda usted de la próstata...
 
Cada uno de los temas que iba tratando se convertía después en una pregunta a su vecino de asiento, quien a su vez declaró tener ya cumplidos los 78 ("¡caramba, qué casualidad, los dos del 35!"), aunque lo hizo más discretamente y en un tono de voz infinitamente más bajo que el otro.
 
Mientras avanzaba el autobús también lo hacía su conversación, lo que provocaba que el resto del pasaje pasara de una ligera sonrisa al principio a alguna que otra carcajada, incluido un ataque de risa difícil de disimular que compartían las dos adolescentes sentadas justo detrás de la pareja protagonista.
 
Nuestro hombre llega a su destino, disponiéndose a abandonar al mismo tiempo el autobús y nuestra compañía. Y en ese momento su compañero de asiento, el otro señor mayor, el que había aguantado estoicamente la perorata con interrogatorio incluido del vejete parlanchín, sorprende al autobús entero con la siguiente afirmación:
 
-Caballero, sepa usted que es un excéntrico.
 
-¿Cómo dice?, preguntó a su vez el otro mientras bajaba.
 
-Nada, nada. Que su destino es muy céntrico.
 
Una carcajada general fue la respuesta colectiva. Algún que otro aplauso resonó desde el fondo. Incluso el conductor añadió un ¡vaya tela! como popular colofón a lo allí acontecido.
 
Subieron otros viajeros, y se cerraron las puertas. Las caras se fueron alargando. Los auriculares volvían a castigar los oídos de sus adolescentes propietarios. Y los mensajes entraban y salían recuperando el vertiginoso ritmo del wasapeo.
 
Y poco a poco, todo volvió a la normalidad. Una tarde corriente. Un viaje más.
 

 
 
 

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