miércoles, 24 de septiembre de 2014

Invasión (IV)

Cada mañana partían al amanecer. Con las primeras luces del día, pertrechados con sus armas y algo de comida para la jornada, comenzaban su recorrido diario. En el más absoluto silencio se movían por la selva comprobando que todo estuviera como lo habían dejado el día anterior. Las únicas variaciones en el terreno eras las producidas por la débil lluvia nocturna o por el paso de algún pequeño animal en su búsqueda de alimento, pero no encontraron ninguna huella que delatara la presencia de enemigos.

La tarde llegaba a su fin y la selva se transformaba. Los últimos rayos de sol todavía bañaban las copas de los árboles más altos, pero en su base el suelo era ya, prácticamente, pasto de una obscuridad total. Caminaban orientándose más por el instinto que guiados por los sentidos, casi a ciegas por las sendas mil veces transitadas y otras tantas cubiertas de nuevo por la espesa vegetación, cuando escucharon a una pareja de papagayos en su vuelo de regreso para pasar la noche, fuera del alcance de cualquier depredador, en las alturas de algún árbol cercano. No los pudieron ver, pero sabían que los tenían muy cerca.

Andaban deshaciendo el camino, de regreso como cada tarde en dirección al poblado, cansados por el largo día de exploración pero contentos por no haber encontrado nada sospechoso, cuando comenzaron a percibir el aroma familiar de una hoguera. Sin duda en la aldea estarían preparando algún guiso, que constituiría su única comida caliente del día y que les ayudaría a desprenderse de la humedad y el frío acumulados durante la larga jornada.

Todavía no estaban lo suficientemente cerca como para ver el humo de la hoguera, de sentirse seguros en la familiaridad del poblado, protegidos por la empalizada y por los compañeros en ella apostados, pero el olor les llegaba cada vez con mayor intensidad, envolviendo su caminar en una extraña mezcla de humo y sal.

Respondiendo a una orden que nadie había dado, todos se detuvieron a la vez, confusos y extrañados por lo que estaba ocurriendo: si el poblado se encontraba en la dirección hacia donde se ponía el sol, cómo era posible que el olor viniera justo de la dirección contraria? En aquella dirección se encontraba la bahía, pero era muy extraño que alguien hubiera salido a pescar en aquellas circunstancias. Y más todavía que se entretuviera en encender una hoguera allí mismo, tan alejado del poblado.

Sin tiempo de reaccionar y demasiado tarde para echar a correr, en aquel instante fueron conscientes de que estaban rodeados. Una multitud de extraños seres había surgido de entre los árboles, impidiéndoles cualquier tipo de reacción. Armados con unas enormes lanzas les hicieron retroceder hasta quedar los cuatro juntos, espalda contra espalda, a merced de lo que quisieran hacer con  ellos.

Mientras sus compañeros se desarmaban y permanecían inmóviles con los brazos en alto, la inmadurez y un nefasto instinto de supervivencia hicieron que el más joven de la patrulla se abalanzara sobre sus captores, irguiendo el mazo sobre la cabeza, dispuesto a plantar batalla. Pero mucho antes de que pudiera siquiera acercarse a alguno de los atacantes, sintió que le fallaban las fuerzas, y se desplomó cayendo de rodillas en el suelo. Una lanza le había atravesado el pecho, asomando su punta por la espalda.

Sin ser del todo consciente de lo que le estaba pasando, todavía tuvo tiempo de escuchar un zumbido que cortaba algo más que el silencio, antes de sentir como su cabeza se desprendía del resto del cuerpo y rodaba por el suelo hasta detenerse junto a los pies de sus aterrados compañeros.

(...)



martes, 16 de septiembre de 2014

Elegido



 Para algunos (espero que los menos), el día más importante del año; para otros (quiero pensar que la inmensa mayoría), uno más en el calendario de la incultura, la incredulidad y la vergüenza.


Un centenar largo de guardias civiles vigilando la seguridad de la “celebración”; varias unidades médicas en previsión de lo que pudiera pasar (y que al final pasó); televisiones, periodistas, fotógrafos (algunos hasta profesionales); cuatro heridos por asta de toro, y alguno que otro más por efecto de la lluvia de pedradas intercambiada entre partidarios y detractores; un conato de incendio, un presunto detenido… y un muerto. Mejor dicho: asesinado.

Elegido, que así se llamaba el Toro de la Vega asaetado esta mañana en una localidad vallisoletana cuyo nombre me niego a escribir.


Como diría el maestro Forges: ¡País!

lunes, 8 de septiembre de 2014

Invasión (III)



Los exploradores no habían mentido. A su regreso tras la última expedición por los alrededores del territorio y después de contactar con varios grupos amigos, relataron una historia asombrosa. Ante toda la comunidad reunida en la plaza central contaron cómo hallaron a unos hombres enloquecidos, vagando perdidos en medio de la selva, que les habían relatado unos extraños sucesos ocurridos no mucho tiempo atrás.

Estos pobres diablos les dijeron cómo habían sabido que a varias jornadas de camino, más al norte en dirección al Gran Lago, varios poblados habían sufrido el ataque de un dragón inmenso que lanzaba fuego por su enorme boca y que era capaz de arrasar por completo una aldea y a todos sus habitantes de una sola vez. Y que días después ellos mismos habían sido atacados por unos monstruos que brillaban como el sol, más veloces que el viento, y capaces de partir a un hombre en dos de un solo movimiento.

Ellos eran los únicos supervivientes. Todo lo que quedaba de su aldea. Habían conseguido salvarse huyendo en medio de la noche y adentrándose en la espesura de la selva. Se sentían culpables por no haber corrido la misma suerte que sus familiares y amigos, y no descansarían hasta acabar con aquellos intrusos. O morirían intentándolo.

Tras la sorprendente información los exploradores estuvieron buscando por los alrededores, siguiendo la pista de aquellos extraños invasores, pero no obtuvieron ningún resultado. Ni dragones, ni monstruos que brillaran. No encontraron rastro alguno de aquellos seres que, si realmente existían, parecían haberse esfumado.

No los vieron a ellos, pero sí los estragos que habían causado. Al tercer día de búsqueda dieron con una franja de selva, que ocupaba más de dos veces lo que su propio poblado, totalmente consumida por el fuego. Las casas y sus habitantes; los establos, los animales, el enorme almacén donde guardaban las provisiones, las tierras de cultivo… Todo estaba calcinado. Como cuando se quema un campo tras una mala cosecha para dejar descansar la tierra, explicaron, pero a una escala mucho mayor. Un territorio tan inmenso como muerto, en el que el único rastro de vida lo constituían unas pocas aves carroñeras que se disputaban las últimas migajas.


La incredulidad se apoderó de la aldea. Lo que aquellos hombres relataban se parecía demasiado al tipo de historias que se contaban al calor del fuego en las largas noches de invierno, aunque el gesto serio de quien hablaba y la premura con la que había regresado la expedición ya les había hecho pensar que algo extraño sucedía en los alrededores.

Aquella noche nadie durmió. El debate se prolongó durante horas, interrogando a los exploradores sobre multitud de detalles a cerca de quiénes podrían ser aquellos desconocidos atacantes, cuántos eran, qué armamento poseían y, fundamentalmente, cuál podría ser el motivo que había desencadenado tan violento ataque. Obviamente todas las preguntas quedaban sin respuesta, ya que poco más podían añadir quienes tan solo habían contemplado los restos de un poblado destruido. Únicamente pudieron confirmar que nunca antes habían presenciado nada parecido, y que no conocían nada ni nadie capaz de causar semejante destrucción.

Tras escuchar todas las opiniones y en un clima general de creciente intranquilidad, la asamblea allí reunida decidió que se debía aumentar inmediatamente la seguridad del poblado. Desde ese mismo momento y hasta que se clarificara la situación, diez de sus mejores hombres vigilarían permanentemente el perímetro de la población, distribuidos a lo largo de la empalizada de manera que cada uno de ellos tuviera contacto visual con sus dos compañeros más cercanos, no quedando así ninguna zona de sombra entre ellos. Además se formaría una nueva patrulla de exploración que marcharía de manera circular, ampliando en cada giro la zona de observación, encargada de buscar cualquier indicio de presencia extraña, a la vez que instalaban trampas y otro tipo de señales que pudieran advertir al poblado ante cualquier amenaza que se aproximara.




Transcurrieron así varias jornadas, en las que el miedo y el silencio se adueñaron del poblado. La actividad disminuyó drásticamente, realizándose tan solo las tareas imprescindibles. Todos permanecían en alerta ante cualquier señal de aviso que pudiera llegar del exterior, con el temor instalado en las mentes y el nerviosismo en los cuerpos, a la espera de algún sonido del exterior que disparara todas las alarmas.

Y, a la cuarta noche, la patrulla no regresó.


(…)